jueves, abril 25, 2024

Habilidades de RR.PP.: cómo usar el humor en un discurso

REDACCIÓN Viernes 29 de mayo de 2015

Discursos, presentaciones, mesas redondas… Hablar en público es una actividad que seguro has realizado muchas veces en tu trabajo como RR.PP. Pero, ¿sabes cómo emplear el humor? Pau García Milá, en su libro ‘Eres un gran comunicador (pero aún no lo sabes)‘, te da una serie de consejos en uno de los capítulos.

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El picante puede aportar un punto único y fantástico a un plato. De eso no hay duda. Pero también puede destrozarlo. De eso tampoco hay duda. Y lo mismo pasa con el humor en los discursos.


(…) si alguien me pregunta «¿es importante poner una pizca de humor en los discursos? mi respuesta siempre es «es importante, aunque es todavía más importante estar seguros de que ese humor funcionará». Es decir, no nos atrevamos a contar algo como gracioso si no estamos seguros de que a la audiencia le parecerá gracioso. Y para evitar caer en esa casilla de «nadie se ha reído, acabo de quedar fatal», hay trucos.


El truco más importante, y el que mejor suele funcionar, es evitar los chistes. Por bien que queden, hay muchas maneras de hacer que la gente se ría, y contar chistes es sólo una de ellas. Aunque suele ser muy efectiva, corremos un riesgo: un mismo chiste puede hacer que unas mismas personas se rían a carcajadas en una situación y no se rían absolutamente nada en otra. ¡Imagina si además son personas distintas cada vez!


Pero ¿si no contamos chistes cómo haremos que la gente se ría? ¡Es una gran pregunta! Y la respuesta es, seguramente, más simple de lo que pensamos (…) planteemos el discurso sin forzar o intentar crear humor, y seamos lo más simpáticos posibles. Si se da la situación que en algún momento (por ejemplo, mientras contamos una historia) la gente se ríe, probemos a contar la misma historia de la misma manera la próxima vez, acentuando un poco esa parte donde la gente se ha reído. Si todavía se ríen, tenemos probablemente un punto interesante donde podemos empatizar con la audiencia y que sabemos que funciona.


Una vez hemos identificado ese momento donde la gente se ríe, se nos abren dos caminos, uno magnífico y otro terrible. El camino magnífico es mantenernos firmes y contar la historia todas las veces que queramos, pero sin evidenciar que sabemos que se  reirán en una parte, ya que como pasa con los chistes, puede darse en día en que nadie se ría con esa historia que nos ha funcionado mil veces. Si hemos contado la historia igual que siempre y nadie se ha reído, no pasa nada: seguiremos con el discurso y nadie habrá notado que esperábamos unas risas.


Sin embargo, hay el camino terrible: acabar convirtiendo la historia en un chiste. Si hemos evidenciado de alguna manera que lo que vamos a contar es gracioso, ya sea directamente (porque le hemos dicho «esto les hará gracia”) o indirectamente (porque hemos dejado una pausa larga para que se rían), seguramente si nadie se ríe quedaremos mal, la gente se dará cuenta de que esperábamos risas ahí, y nos pondremos nerviosos. En resumen, estaremos en un aprieto de los grandes del que nos costará salir.


Ahora imaginemos (…) que llevamos un tiempo dando discursos y nadie suele arrancar a reír con alguna de nuestras historias. En este caso, hay algo importante que no debemos olvidar nunca: No nos dejemos llevar por las ganas de ponerle humor, porque siempre -siempre- acabará mal. Lo único que debemos hacer es preguntarnos ¿Por qué no se ríe la gente cuando hablo?


Esta pregunta sólo puede generar dos posibles respuestas: «porque el discurso no tiene gracia» o «porque yo no tengo gracia». En el primer caso, no debemos preocuparnos: los discursos, igual que las personas, evolucionan con el tiempo, y tarde o temprano encontraremos un punto donde la gente suelta una carcajada.


En el segundo caso, la cosa es un poco más peliaguda: hay personas que por mucho intentarlo, no tienen gracia al hablar. Y cada vez que intentan tenerla, acaban quedando mal. En este caso, podemos dejar de lado el picante y olvidar la idea de que la gente se ría, o por el contrario, usar nuestra situación de «enemigo del humor» como algo a nuestro favor.


Si conseguimos jugarlo bien, nos daremos cuenta que no hay nada más gracioso que alguien que habla de manera seria, sin reírse nunca. Pensemos en el gran maestro del humor Eugenio: ¡nunca se reía! Pero la gente lloraba de la risa con él. La diferencia es que Eugenio era un humorista, y vivía de que la gente se riera. Nosotros no, por lo que no debemos obsesionarnos. Si la gente no se ríe con nosotros porque somos muy serios, podemos acentuar esa seriedad cuando contemos historias, e incluso en el peor de los casos (nadie se ría nunca) no quedaremos mal, ya que estaremos siendo fieles a nuestro estilo. Y quizás, cuando ya hayamos olvidado esta idea, alguien empiece a reírse con un ejemplo y acabemos poniendo ese punto picante a nuestros discursos.

 

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