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El protocolo en las ceremonias militares: manda la sencillez

ALFREDO A. RODRÍGUEZ GÓMEZ, PROFESOR DE PROTOCOLO Y ORGANIZACIÓN DE EVENTOS Sábado 10 de febrero de 2018

El ceremonial militar es siempre, en apariencia, muy complejo. Cuando alguien que no ha tenido ninguna relación con las Fuerzas Armadas, asiste a un acto castrense, es fácil que se pierda entre toques de corneta, movimientos de las tropas, profusión de armas y uniformes, y un largo etcétera de elementos que conforman un evento singular, vistoso y emocionante.

Sin embargo, la complicación aparente, en cuanto al acto en sí, se simplifica en cierta medida cuando se analizan varios de ellos y uno se da cuenta de que todos tienen un patrón, al que llamamos “parada militar”.

 

La parada, centro y eje motriz de la mayoría de las ceremonias de las Fuerzas Armadas, es una secuencia que, de alguna forma, “envuelve” al acto central y que sirve para enmarcarlo y revestirlo de la máxima solemnidad.

 

El lugar en donde se celebra la ceremonia estará vacío, rodeado de espectadores, de invitados asistentes al acto. Y, en un momento dado, se iniciará esa secuencia con la incorporación al lugar –patio de armas, en terminología militar– quienes participarán en la parada.

 

Ese espacio, a los acordes de una marcha militar, empezará a llenarse de las unidades participantes de los ejércitos; unas veces, en tono monocolor, es decir, de un solo ejército –o de la Guardia Civil, cuyas ceremonias comparten con el resto– y otras, muchas, multicolor, lleno de caquis terrestres, azules marino o aviación y verdes beneméritos; también, a veces, con el tono bicolor de los cuerpos comunes. La variedad implica también la posible participación de unidades a pie, a caballo o motorizadas, simplificando mucho, y de distinto armamento. La inclusión de unidades de montaña, paracaidistas, legionarios, regulares y otros, añaden colorido, vistosidad y variedad a una ceremonia de por sí homogénea.

 

Cuando la formación ha entrado al completo en el recinto y está debidamente formada, se recibe, con honores de ordenanza, a la enseña nacional, que nos une a todos los españoles, y cuando este símbolo máximo está en formación, es el momento de recibir, también con los honores correspondientes, a la autoridad que presida el acto quien, tras recibirlos, pasa revista solemne a la formación y ocupa su lugar en la presidencia.

 

Este es, precisamente, el instante en que se produce el acto central, objeto de la ceremonia: desde un relevo de mando a una jura de bandera, pasando por una entrega de despachos, o la recepción de un barco, o la entrega de una bandera a una unidad o buque de la Armada, la imposición de condecoraciones o cualquier otro, o un conjunto de ellos, todos cargados de simbolismo y de fórmulas que, pensadas al milímetro, cada movimiento, cada detalle, cada frase, tiene un significado concreto.

 

Cuando acaba el acto o los actos “centrales”, es el momento de continuar y terminar la secuencia de la parada. Las unidades vienen de formar, recibir a la bandera, rendir honores a la autoridad, civil o militar, que preside el acto –en consonancia, tanto en el caso de la bandera como de la autoridad, con lo que determina el Reglamento de Honores Militares, cuya versión más reciente se aprobó mediante un real decreto a mediados de 2010–.

 

Así, la parada termina con una secuencia encabezada por el acto de homenaje a los que dieron su vida por España, en el que –junto con los guiones y banderines de todas las unidades formadas y una corona de laurel–, la oración que se reza, la marcha La muerte no es el final y los acordes del toque de Oración, junto con la descarga final de salvas fusilería, son el momento más emotivo de toda la ceremonia.

 

El homenaje constituye el recuerdo emocionado e imborrable de quienes nos precedieron en el servicio a España y ofrecieron su vida por el bien común de todos los españoles, y en muchos casos, de quienes ni siquiera lo son, dando ejemplo de servicio y sacrificio –es ese momento en que las imágenes de nuestros compañeros caídos pasan en secuencia por nuestra cabeza y elevamos nuestra oración por ellos–.

 

Una vez cumplido el deber del recuerdo, y con los guiones y banderines de regreso a sus puestos en formación, las unidades se retiran de forma ordenada –dislocación de unidades– para, una vez reagrupadas, marchar desfilando ante los invitados y, desde luego, ante la presidencia del acto.

 

El final del acto militar lo marcan dos hitos. Uno, el momento en que la unidad de música, compuesta normalmente por dos secciones: banda –cornetas y tambores–y música –instrumentos musicales–, dirigida por un director músico, desfila tras la última de las unidades que desaparecen de la vista e interpreta el toque de “fajina”. El segundo, cuando la autoridad que ha presidido el acto abandona su puesto en la presidencia para enfrentarse a los mandos de la formación, que han formado previamente al lado de la tribuna presidencial,  y se despide de ellos uno a uno y, después, cuando se enfrenta a ellos para indicarles, a viva voz: “Señores oficiales –y suboficiales si es el caso–, el acto ha terminado”.

 

Toques, marchas militares, himnos, voces, sentimientos, emociones. Ninguna persona se resiste a ello, ni los militares formados ni los invitados. Cuando un acto militar finaliza, nadie queda indiferente. La sencillez y complejidad del evento, de cada acto castrense, deja poso duradero en quien lo contempla o participa, no importa cuántas veces lo haya hecho.

 


Artículo de Alfredo A. Rodríguez Gómez, Profesor del Grado en Protocolo y Organización de Eventos de la UCJC